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A fuego lento



Los mejores platillos se cocinan a fuego lento. La prisa rara vez da buenos resultados. La inmediatez a la que nos tiene acostumbrada la tecnología hoy nos lleva a esperar que los cambios sucedan con la magia de un click, pero si verdaderamente queremos generar un mundo mejor, hemos de tomarnos nuestro tiempo. Y como ya quedamos que, a falta de visión del futuro, hemos de buscar los referentes en el pasado, me van a perdonar que vuelva a la Historia.


En esta ocasión nos trasladamos al último cuarto del siglo XVIII. Concretamente al año de 1789, sólo porque en la escuela nos enseñamos que tenemos que memorizar algunas fechas. La Edad Media había quedado atrás, el Renacimiento lo había cambiado todo, pero como los cambios los hacen las personas, no todas las novedades eran del agrado de la gente. Sí, la ciencia había avanzado de manera asombrosa, el concepto de naciones (o “Estados Nacionales”) se iba consolidando, el hombre y su razón eran el centro del universo… Pero había algunos abusivos que concentraban todo el bienestar, todo el poder, toda la riqueza, y hacían con su prójimo lo que les daba la gana. Lo peor es que lo hacían, según ellos, en nombre de Dios. Conocemos el periodo como el absolutismo ilustrado, porque a la cabeza estaban unos señores muy cultos, pero que mandaban sobre todo y sobre todos de acuerdo a su santísima voluntad y nada más.



Sólo que la Ilustración, con su costumbre de conocer y reflexionar, se había colado entre los de en medio, y a fuerza de pensar, algunos llegaron a la conclusión de que las cosas no estaban bien, y decidieron cambiarlas a fuerza de textos, cacerolazos y guillotinas. La Revolución Francesa abrió la puerta a nuestra modernidad con un lema convincente, pero que, la verdad, la verdad, no ha llegado a cuajar:


“Libertad, igualdad, fraternidad”



El cambio necesitaba fuego lento, y alguien lo quiso poner directo a la flama a todo lo que da. El resultado es que, lo que se cocinaba, acabó por quemarse. Fue tan trágico el camino que se eligió para hacer los cambios, tan sangriento e intransigente, que lo que vino después fue una reacción en el sentido literal de la palabra. Empezaron por cortarle la cabeza al rey y se siguieron con todo el que usara calzones o sotana. El propio Robespierre, padre del Terror, terminó viendo pasar la guillotina por su ilustrado cuello. Luego vino Napoleón y, además de meter a Europa en guerras insensatas durante veinte años, (¿existe acaso alguna guerra sensata?) acabó por coronarse Emperador, porque otra forma de gobierno no le parecía suficiente. ¿Qué vino después de él? Se llama Restauración, porque lo que se hizo fue restaurar a los reyes en el trono, y luego ir de revolución en revolución, de república a imperio y de regreso cada dos por tres durante cien años más.



¡Cien años! Tuvo que llegar una Gran Guerra (la llamamos Primera Guerra Mundial, pero en ese momento nadie sabía que vendría otra) para que los grandes imperios finalmente comenzaran a desaparecer.[1] Y como este conflicto no se cerró bien, tan solo veinte años después vendría otro peor. En un próximo blog hablaremos de la importancia de cerrar ciclos. El caso es que, a punta de ensayo–error, con más de lo primero que de lo segundo, íbamos aprendiendo la conveniencia de convivir civilizadamente con un sistema que se atribuye a los griegos, aunque lo de hoy no tenga nada que ver con lo que ellos acostumbraban. Le llamamos democracia, y está en una crisis peor que la corona francesa en 1789.


¿Qué pasó con aquello de “Libertad, igualdad…”?


Lenta, muy lentamente, la libertad fue considerándose un valor. La igualdad fue un sueño difuso por décadas, pero al menos la idea estaba presente. Se decía, por ejemplo, que todos los hombres nacen libres y son iguales a los ojos de la ley. Todos excepto los esclavos, los negros[2] los niños, los enfermos, los pobres, las mujeres… En el camino, hasta estos conceptos se convirtieron en motivo de desencuentro. O somos libres o somos iguales; las dos cosas, no se puede. Por lo menos así parece cuando nos ponemos a defender ideologías. Así por ejemplo, el capitalismo defiende la libertad y el socialismo la igualdad… Y en nombre de estos dos valores, volvimos a pelearnos entre nosotros.


Tuvieron que llegar los años 60 del siglo XX para que los jóvenes levantaran la mano y pidieran la palabra. “Amor y paz”, decían. Decíamos, porque yo ya andaba por ahí. Y nos poníamos flores en el pelo y las mejillas, y dejamos los salones de belleza, y protestamos contra la guerra de Vietnam, demandamos la libertad sexual y la igualdad de la mujer e hicimos festivales de música en los que pretendíamos demostrar que se puede convivir en paz, cantando All you need is love. Desfilamos por las calles en silencio y sin vandalismo, exigimos a los maestros que permitieran la expresión de nuestras ideas y cuestionamos a nuestros padres ¡Pobres santos, que nada los preparó para esto! Pero claro, como seres imperfectos que somos, no lo hicimos tan bien. Se nos pasó la mano y hubo que volver al redil.



Este despertar juvenil de la década de los 60 era un anuncio de que estaba faltando el tercer valor anunciado por la Revolución Francesa: la fraternidad. Ciento ochenta años tuvieron que pasar para que aquel ideal comenzara a cuajar. Hay que decir que, como siempre, los jóvenes lo hicimos con escándalo, pero el mundo entero lo estaba buscando. Un ejemplo de ello es ni más ni menos que la Iglesia Católica, con su Concilio Vaticano II, o la lucha por los derechos humanos, o la creación de tantas instituciones que atienden a los necesitados.



Pero esos jóvenes también nos hicimos viejos. Abandonamos nuestros ideales, nos escandalizamos con los cambios, dejamos de ser líderes estudiantiles para convertirnos en políticos, protegemos los privilegios que hemos ido logrando y hoy tenemos miedo a lo que sigue. Porque lo desconocido asusta, porque no tenemos control sobre el futuro, porque no sabemos bien a bien qué queremos.


Sea lo que sea lo que venga, hay que construirlo con calma, a fuego lento. Hay que hacerlo buscando la libertad y la igualdad, pero sobre todo con fraternidad, mirando al otro como ser humano. Y para cocinar lo nuevo, necesitamos cerrar primero lo viejo, digerir lo que hemos vivido. De eso hablaremos en el próximo blog.


[1] El Imperio Español dejó de serlo en 1989, pero tras la guerra, imperios como el Austro-Húngaro y el Otomano desaparecieron, y el declive del Imperio Británico comenzó a venirse en picada. Sólo por poner algunos ejemplos. [2] Perdón que use la palabra, hoy tan políticamente incorrecta, pero así se les decía.

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