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Construyendo puentes

  • 28 jul 2020
  • 3 Min. de lectura

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El terreno de Huerta San José colinda con un arroyo que desciende del Popocatépetl y separa a Tenextepec del municipio de Tochimilco. Como nuestro espacio se había convertido en paso entre una comunidad y otra, y por razones de seguridad debíamos bardearlo, queríamos construir un puente que uniera las dos orillas para que las personas que por ahí pasaban pudieran seguir haciéndolo. Obtuvimos el recuento de todos los obstáculos a nuestra idea, desde el elevadísimo costo hasta la imposibilidad legal de realizarlo, pues las barrancas son suelo federal y los mortales comunes no pueden aportar a ellas mejoras o beneficios sólo porque creen que es buena idea.


Adentro, en cambio, tuvimos la oportunidad de construir más de uno. La piedra que iba saliendo del terreno y los polines de la construcción sirvieron para unir dos extremos del estanque en el que almacenamos el agua. Luego siguieron pequeñísimos puentes sobre las acequias de riego, que nos permiten continuar el paseo sin tropezar con el agua. Nos fuimos dando cuenta de cómo los puentes permiten, entre otras muchas cosas, la continuidad. Hacen mucho más que unir.


La literatura está plagada de cuentos y metáforas que nos hablan de la necesidad de derribar muros y construir puentes, y en nuestro mundo convulso y dividido estas ideas son tan importantes para salvar a la humanidad como lo es hoy la urgencia por encontrar una vacuna. La globalización nos hermanó como especie, las comunicaciones pusieron en evidencia lo absurdo de los nacionalismos y las identidades regionales, y sin embargo seguimos empleando esos mismos materiales que nos servirían para erigir puentes en levantar muros.



Pero lo que hoy me hace pensar en los puentes es una poesía de Manuel Benítez Carrasco[1] escuchada en la adolescencia y conservada en el corazón desde entonces. Los versos que hoy resuenan en mi andar dicen así:

¡Qué mansa pena me da!

El puente siempre se queda

Y el agua siempre se va…

El río es andar, andar

hacia lo desconocido;

ir entre orillas vencido

y por vencido, llorar:

El río es pasar, pasar

y ver todo de pasada;

nacer en la madrugada

de un manantial transparente

y morirse tristemente

sobre una arena salada.


El puente es como clavar

voluntad y fundamento;

ser piedra en vilo en el viento,

ver pasar y no pasar.


El puente es como cruzar

aguas que van de vencida;

es dar la despedida

a la vida y a la muerte

y quedarse firme y fuerte

sobre la muerte y la vida

Espejo tienen mi hechura,

mi espíritu y mi flaqueza,

en es te puente firmeza,

y en este río, amargura

En esta doble pintura

mírate corazón mío,

para luego alzar con brío

y llorar amargamente,

esto que tienes de puente

y esto que tienes de río.



La poesía es mucho más larga, y deriva, como tantas otras, en las pérdidas del amor. Pero hoy me quedo con estos versos, de pie sobre un puente que mira el devenir constante. Me gusta detenerme sobre estos ingenios unificadores del espíritu humano y ver pasar la vida, la mía y la de todos, descubriendo su vertiente, su caudal, su ímpetu y su incertidumbre, sabiendo que, ante la vorágine del entorno, todos podemos construir uniones que nos den estabilidad y permanencia, que nos hermanen. Me pregunto qué muros deberé derribar, qué puentes me faltan por construir, esperando que ninguna corriente me separe de los que quiero, y de los que me falta por conocer.

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[1] Manuel Benítez Carrasco es un poeta andaluz nacido en 1922 que empleó la pluma para sobrevivir a los huracanes de las divisiones fraternas de su tiempo y su país, y eligió vivir en el nuestro durante muchos años para retornar a su natal Granada, donde finalmente recogió sus pasos en 1999.

 
 
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