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Cuando el agua es piedra

  • 15 jun 2021
  • 4 Min. de lectura

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Tláloc, amo y señor del Tlalocan, el Paraíso Nahuatl, era el dueño del agua. Cuando estaba de buen humor, hacía descender su torrente para fecundar el suelo, germinar la semilla y hacer crecer la cosecha. Claro, como buen dios, no actuaba directamente, sino a través de sus operadores, los tlaloques. La logística iba más o menos así: Tláloc guardaba el agua en esas enormes vasijas que son las nubes. Llegado el momento de regar, los tlaloques rompían las vasijas con golpes de sus bastones, anunciando con sus truenos la inminencia de la lluvia. Los hombres corrían a guarecerse y a agradecer la bendición mientras la tierra saciaba su sed. Pasada la tormenta, observaban maravillados la vida que florecía, y la acción de las otras deidades que la conservaban. Entre ellos estaban la bella Chalchiuhtlicue, la de la falda de turquesa, de quien se decía que tenía sus queveres con Tláloc, aunque a la fecha no se le ha podido demostrar nada. Ella se encargaba de cuidar las fuentes y los lagos, al tiempo que Tepeyóllotl, dios de la montaña, absorbía la humedad a través de su piel y la guardaba bajo su gigantesca barriga. Entre todos ellos había una comunicación cordial y una colaboración muy conveniente, de manera que los excedentes eran distribuidos con justicia. Para ello era fundamental el apoyo de Quetzalcóatl, quien, convertido en río, permitía que el líquido corriera desde la cumbre hasta las faldas para ser depositada en los lagos, donde el calor de Huitzilopochtli, dios del sol, hacía que se evaporara para regresar a las nubes.


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Si mi maestra de primaria me hubiera explicado así los ciclos del agua, quizá los habría comprendido mejor. O al menos habría puesto más atención. Estas hermosas leyendas nos revelan la sabiduría científica de las culturas antiguas, conocimiento preciso que todavía no estaba peleado con la belleza.


La cosa es que Tláloc no siempre estaba de buenas. No se sabe bien a bien qué lo hacía enojar, aunque a nuestros antepasados les habría gustado mucho averiguarlo, porque evitar sus berrinches resultaba de la mayor importancia. Rociar la tierra con vida estaba muy bien, pero acompañar el riego con ventarrones o aventando todo el cielo al mismo tiempo ahogaba la vida en inundaciones y huracanes sólo comparables con su mal genio. Los tlaloques hacían todo lo posible por advertir a los humanos del peligro, pero se ponían tan nerviosos que acababan mandando unas tormentas eléctricas atronadoras, asustadoras y matadoras.

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Una de las cosas que ponía muy de malas al señor de la lluvia era la época de secas. Al menos eso se piensa, porque sus reacciones más violentas se daban justo cuando caían las primeras lluvias. Entonces empezaba soltando goterones salpicantes, para que se notara su presencia, pero con frecuencia estos primeros aguaceros no lo dejaban satisfecho, y entonces, en lugar de hervir de rabia, congelaba todo allá arriba y aventaba pedruscos de hielo que golpeaban con fuerza la vida sobre la superficie, descalabraban incautos y, tras desgarrar las hojas verdes y demoler las flores, quemaban las cosechas en proceso.


No he tenido noticias recientes de la jerarquía real de los cielos. No sé si Tláloc ya fue sustituido o derrocado. Quizá hubo un golpe de estado y Cocijo, su par entre los zapotecas, lo destronó, o tal vez alguna deidad más moderna y explicable reina sobre las nubes, pero el granizo sigue cayendo sin piedad. Al menos eso sucedió la semana pasada por aquí.

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Algunas nubes oscuras y bajas se divisaban en lontananza, pero todo parecía indicar que habría tiempo para una breve caminata antes que comenzara la lluvia. No fue así. De pronto, sin aviso alguno y sin la mínima compasión, un vendaval infame comenzó a soplar retorciendo los árboles de la huerta, mientras el rugido de rayos y centellas ponía a aullar a los perros y a mí a correr sin dignidad. Antes de alcanzar refugio, las primeras pedradas alcanzaron mi mollera y nublaron mi entendimiento. ¿Qué hace uno cuando la vida está en peligro y el pensamiento aturdido? En el siglo pasado había muchas alternativas, pero en los tiempos que corren… se saca el teléfono y se documenta el hecho. Y claro, eso hice yo.




A través de la minúscula cámara observé maravillada cómo el agua congelada caía a torrentes y saltaba sobre la fuente, y cómo el pasto (¿Césped? ¿hierba? ¿zacate…?) se iba cubriendo de una blancura prístina como si habitáramos a las faldas de los nevados Alpes. Para cuando me di cuenta de que me estaba perdiendo un espectáculo a la vez hermoso y sobrecogedor, ya tenía algún material que compartir con ustedes.


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A la mañana siguiente recorrimos la huerta y constatamos los daños que temíamos. El agua convertida en piedra había acabado con el plantío de calabaza, había tirado buena parte de los jóvenes y tiernos tomatitos y quemado lo que quedaba de lechuga. El brócoli resistió heroicamente, y para nuestra sorpresa, las hierbas de olor quedaron inmunes, pero algunas matas de lavanda resintieron el frío del suelo y muchos árboles perdieron las hojas que la primavera les venía regalando.


Nada que no pueda solucionar la madre Naturaleza con un poco de tiempo, pero los coscorrones del granizo todavía duelen un poco, sobre todo en el alma enamorada de nuestros cultivos.


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Tras la tormenta viene la calma... y la belleza

 
 
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