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LOS RETOS DE LA SEMILLA

  • 24 mar 2020
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 9 mar 2022

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Esa planta que ves… y esa otra, y esa flor, y ese árbol… no fueron siempre así. No estuvieron siempre ahí.


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La mayoría de las plantas que vemos (el 95% aproximadamente) proviene de una semilla.[1] Unas crecen en las flores, o incluso guardaditas en el fruto (angiospermas), pero otras vienen desnudas (gimnospermas). Las hay de un solo cuerpo (monocotiledóneas) como el frijol, o divididas en dos, como las del café (dicotiledóneas). Las hay grandes, como la del aguacate o el mamey, o pequeñitas como el bíblico grano de mostaza o la diminuta semilla de la arúgula.

Vengan de donde vengan, y tengan el tamaño y la forma que tengan, casi todas pasan por un proceso similar para llegar poblar bosques y huertos, alimentarnos y embellecer nuestro paisaje: se le llama germinación.

¿Recuerdan ese ejercicio típico de nuestros años escolares en los que, en un vaso transparente, poníamos un frijolito envuelto en algodón y lo mojábamos todos los días hasta verlo desarrollar una tímida raicilla y luego un tallo medio enclenque con dos “hojas” pequeñitas…? Raras veces pasamos de ahí. Cumplida la tarea, planta, algodón y vaso iban a dar a la basura; pero gracias a este proceso todos sabemos que de la semilla proviene la planta.

La invitación de hoy es a reflexionar sobre lo que le pasa a esa semilla para convertirse en lo que está destinada a ser.

Habrás notado que los frijoles que compramos en el mercado permanecen en su bolsa sin convertirse en hortaliza prácticamente durante toda su vida; que el hueso de durazno que enterramos en el jardín rara vez se convierte en un árbol, o que si tiramos por ahí una naranja llena de semillas, con mucha suerte sólo una de ellas llegará a prosperar... La mayoría de las semillas tienen algún elemento que les dificulta la germinación. Veamos algunos ejemplos:

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El hueso de durazno no es la semilla. La semilla es esa almendra que tiene dentro. Para que salga necesita romper su fuerte coraza que la protege.


Las semillas del jitomate o de los cítricos, entre otras, tienen una especie de gelatina llamada mucílago, que les brinda una protección diferente: suave, blanda, húmeda… y que les impide germinar. Antes necesitan secarse, perder su dulce burbuja mucosa y quedar a la intemperie, corriendo el riesgo de ser deglutida por un ave hambrienta que sólo la dejará caer cuando defeque, o aplastada por la bota despiadada de un trabajador con prisa. Pero, si sobrevive, podrá ser sembrada, ya sea por la mano del hombre o por los elementos naturales; tiene que encontrar su lugar.


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Para germinar, la semilla comienza por estar enterrada. A oscuras, sola, con frío, con sed. Las primeras gotas de lluvia le dan esperanza, pero si su proceso comienza y la presencia de líquido se interrumpe, corre el riesgo de morir.

En el escenario ideal, el agua llega justo en la medida que la necesita. ¡Lástima que el escenario ideal sea tan poco frecuente! Entonces la semilla se siente húmeda, y su temperatura cambia constantemente, dependiendo de los rayos de sol que calientan su entorno.

Y entonces comienza a romperse. No hay otra manera. De ella surgirá la vida, pero todo comienza en soledad, partiéndose a oscuras, en la incertidumbre y el dolor. De su seno surge un apéndice que crece en el sentido opuesto de aquel al que quisiera ir: más abajo, más al fondo. Más frío, más oscuro… Hasta que encuentra el alimento que necesita. No puede ver, pero intuye que allá arriba hay luz, y lucha por encontrarla. Ese pedúnculo inicial empieza entonces a crecer hacia arriba, empujando la tierra y su propio cuerpo hasta encontrar la luz. Lo que fue la semilla, un cuerpo entero en el caso de las monocotiledóneas, dos para las dicotiledóneas, parecerá surgir en el extremo de ese tallo incipiente como hojas diminutas que prometen ser algo, algún día… No son hojas verdaderas, ésas vendrán después. Son los restos de eso que un día estuvo enterrado, solo, con frío y rompiéndose. Si fue a dar a buena tierra, tendrá alimento suficiente para crecer.


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Para encontrarlo, sus raíces seguirán creciendo, construyendo los cimientos que más adelante sostendrán un tronco. El sol y el agua harán el resto.

La semilla será un manzano. O un fresno que proporcione sombra; una rosa de aroma embriagante, una manzanilla curadora o una enredadera trepadora. Pero sólo después del aislamiento, la oscuridad, el frío y la incertidumbre.

¿Alguna vez has estado solo, a oscuras, en la incertidumbre? ¿Has sentido que te rompes, que las cosas crecen de cabeza, que cargas con todo el peso de la tierra?

Por encima de ti hay luz, hay un bosque esperándote. A tu alrededor hay tierra que te sostiene y te alimenta. Sólo aguanta y espera un poco más…


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[1] A las plantas que se reproducen por semilla se les conoce como espermatofitas o fanerógamas y constituyen el grupo más grande y evolucionado. El otro 5% está compuesto por las criptógamas, también llamadas plantas inferiores: hongos, algas y helechos.

 
 
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