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Reparaciones

  • 20 oct 2020
  • 3 Min. de lectura

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La Naturaleza tiene una capacidad infinita para reconstruirse a sí misma. Si abandonamos una zona de cultivo, pronto crecerán en ella árboles y hierbas, o cuando menos pastizales y manzanillas sin necesidad de nuestra intervención. Basta ver cómo las zonas arqueológicas guardan bajo una selva tupida los restos de aquello que antaño fue una civilización pujante.


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Lo construido por el hombre, en cambio, requiere de mantenimiento constante. En una lucha entre la naturaleza y la civilización, tarde o temprano gana la primera, por difícil que se lo pongamos. El problema es que sí se lo ponemos difícil, porque la dejamos enferma y desgastada. Pero a la larga, se impone. Hay que ver cómo retornó a la zona devastada de Chernobyl o a la selva del Petén.

El hábitat humano, en cambio, requiere de constante intervención, y en la batalla que hoy libramos contra esa Señora Natura, el confinamiento nos planta frente a una paradoja: observamos el deterioro de nuestros muros y las goteras en el techo, pero no podemos (o no nos atrevemos) a repararlos. Implicaría salir a comprar material, invitar a casa al plomero y al albañil, bajar la guardia ante la amenaza.

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El exterior de la huerta sobrevivirá sin nosotros, pero dormimos bajo un techo que demanda atención. La lluvia, los insectos y los años han hecho de las suyas, y si no ponemos atención, ese mismo techo que nos protege se nos vendrá encima. Y estando aquí guardados lo notamos mucho más. Las hormigas invadieron la cocina, la polilla se adueñó de las columnas, el agua atravesó tejados y lozas, los conductos de gas se picaron y el calentador falleció por esta enfermedad que nos aqueja a todos, y que se llama “fecha de caducidad”.

La buena noticia es que este retiro parece durar más de lo que esperábamos, así que habrá tiempo para ir atendiendo. Ante la dificultad para distribuir nuestros productos y conseguir algunos insumos necesarios, ha llegado el momento de volver la mirada al interior y ocuparnos en lo urgente.

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Comenzamos por la cocina. El azulejo de Talavera tiene un sabor a hogar y tradición, pero con el tiempo se craquela, y las juntas porosas hacen difícil la limpieza profunda, comprometiendo esa higiene que hoy nos es tan vital. El olor a gas no es como para ignorarse, y ningún jabón nos ayudó a encontrar el punto de la fuga. No quedaba más remedio que renovarla, y en eso estamos. Nada fácil en una época en que la falta de fogón se contrapone con ese hábito que tiene uno de comer tres veces al día, en medio de un miedo fundado a comer fuera y un pueblo que carece de los servicios a domicilio que compensan los inconvenientes de la gran ciudad.



Aquí es donde la comunidad salva a esta especie gregaria a la que pertenecemos. El vecino generoso que comparte su mesa, la dueña de una pequeña fonda obligada a cerrar, el desempleado que decide ofrecer sus servicios de mensajería y entrega porque lo único que tiene es la bicicleta en la que se trasladaba a su trabajo… Comida no nos ha faltado, y en estos tiempos adversos no sólo hemos sobrevivido, sino que nos damos el lujo de renovarnos.

Y mientras reparamos las goteras e intentamos controlar la polilla, miramos hacia adentro y nos damos cuenta de que acá en el alma también hacen falta reparaciones. Uno cree que son cosas que le pasan sólo a uno, pero conversando con amigos y familiares nos damos cuenta de que es un fenómeno compartido. El aislamiento nos ha permitido revisar la historia, enfrentar nuestras sombras y demonios, comprender que el perdón alivia al victimario más que al agredido, replantear jerarquías, aceptar que el miedo y la incertidumbre son parte de la vida, pero también la ternura, la compasión y la generosidad. Hoy es difícil hacer planes a futuro, pero no es la primera vez en la historia que esto sucede. En el aquí y el ahora podemos dirigir la mirada hacia adentro e invitar a vivir en el corazón a todos los amores pasados, presentes y futuros, porque en esta reconstrucción estamos ampliando espacio para que quepan todos.

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